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GAMBITO
DE REY
Pequeña gran historia del ajedrez
por María Jesús Lamarca
Lapuente
Hace frío y afuera está lloviendo. El
café se impacienta y comienza a fugarse por la estrecha abertura de acero y
cromo. Toda la casa huele a cuarto cerrado y a días de trabajo continuo. Unas
nubes plomizas tejan la inmensa selva enmarañada de papeles y libros del
escritorio.
Siento una extraña mezcla de excitación y fatiga ante un pequeño
bloque de folios impresos por el ordenador, es ya la obra definitiva
corregida y lleva por título "Gambito de Rey". Como habrán podido
imaginar, la materia sobre la que versan estas letras es la Literatura, yo,
una vez más, me he colado de rondón.
¡Ah!, y no se molesten en
rastrear mi nombre, como me placen las extravagancias, aquí no se menciona
ni una vez.
Dicen que soy voluble y tornadizo, y que a pesar de tener mi propia casa, no encuentro un lugar definitivo en el que instalarme y
prefiero vivir a expensas de las Ciencias, las Bellas Artes, el Deporte o los Juegos. Que me sirvo del lema "cada uno en su casa y
Dios en la de todos" para robar lo que otros saberes y placeres humanos pueden proporcionarme.
Dicen también que, como buen conocedor de las elementales normas de cortesía, debo saber que el visitante inesperado no
debe abusar de la hospitalidad que le brindan los dueños de la casa y que
para disimular que permanezco allí más tiempo del debido, me hago el remolón
divirtiendo y regocijando a los anfitriones serios o poniéndome solemne y
grave para reprender a asustar a los que sólo gustan de la diversión y del
entretenimiento.
Me
achacan, con razón, que para juego soy demasiado serio, y para
ciencia, demasiado baladí. ¿Creen acaso que cuando adopto la actitud
de niño respondón y travieso ante una Ciencia anciana y aburrida, o
cuando me comporto como un viejo cascarrabias ante un nuevo y
simplón Juego de Azar, es sólo con la insana intención de llevar la
contraria o levantar polémica? Nada más ajeno a mi propósito. No
pretendo desprestigiar a quien me da cobijo, sino mostrarme tal cual
soy, aunque los demás opinen que es sólo una manera de sacudirme el
polvo.
A
pesar de ser tan viejo como la civilización, la Historia siempre me
ha asignado papeles secundarios cada vez que ha tenido que hacer el
gran reparto de la Tragedia Humana. Y mientras que otros saberes hoy ya representan un inequívoco papel de ciencias, a mí se me ha negado todo
protagonismo y he venido desempeñando un eterno papel de segundón desde que Leibniz me colgó aquel famoso sambenito del que hoy todavía no he logrado
zafarme: "demasiado juego para ser una ciencia y demasiado ciencia para ser un juego".
Pensemos en la psicología, por poner un ejemplo. Ha pasado mucho
tiempo sin que fueran reconocidos sus derechos, pero hace casi dos
siglos que interpreta el papel de disciplina autónoma. A veces
justifica su falta de rigor afirmando que además de ser una ciencia
teórica es un conjunto de técnicas aplicadas. ¿Es que acaso esta
definición no se puede aplicar a mi persona? Y adentrándonos un poco
más en el asunto ¿No es acaso la psicología simplemente una técnica
de la que yo me sirvo?
Tomo
el grupo de folios y acompasadamente voy golpeando los bordes contra la mesa
para cuadrar los ángulos y que no sobresalga ninguna hoja. Doy un sorbo al
café mientras me invade la terrible angustia de la obra acabada, pero
también el orgullo por haberlo logrado. Se ha dicho siempre que la
literatura es una catarsis, que a través de ella el escritor disipa sus
pasiones y libera sus fantasmas interiores. Pero escribir estos papeles no
me ha serenado, al contrario, me ha encrespado aun más los ánimos. ¿Que he
pretendido yo escribiendo esta obra?
Pudiera creerse que actúo así movido por el deseo de venganza, la rabia que
acompaña al despecho, el amargo sabor del desprecio, o simplemente unas
ganas irreprimibles de hacer daño. No cabría esperar otra cosa del "choc-chu-chong-qui"
o juego
de
la ciencia de la guerra, como me llamaron los chinos, o del jugar "a la
rabiosa", como
injustamente me tildaron los italianos cuando adopté mis reglas actuales.
Pero aunque digan que soy por excelencia el señor de la guerra y que mi ley
fundamental sea la lucha, aunque en verdad mi ciencia represente un campo de
batalla y aunque mi terminología esté invadida de voces belicosas:
estrategias y tácticas, ataques y defensas, celadas y emboscadas, triunfos y
derrotas, aunque parezca que con el sacrificio tal vez pudiera llegar la
sangre al río, jamás se ha derramado una sola gota de sangre por mi causa.
Es
palmario que simbolizo el arte de la guerra, más desastre que arte a mi
pacífico entender, pero sólo imito lo que tiene de juego, y un juego pierde
su condición lúdica si se convierte en cruento. Yo huyo del horror y del
desafuero. Mi Muerte no aparece portando la guadaña y mis muertos no son
tales, sino desterrados, que resucitan cada vez que se inicia una nueva
batalla. Yo no pretendo estocar al enemigo más que con el agudo filo de mi
mente. Y quien otra cosa afirme, miente. !Voto a bríos!
Si,
soy pendenciero y reñidor, pero no actúo con encono, y menos aún busco los
ruidos. Si ironizo sobre mi propio destino es precisamente para apartar de
mí ese regustillo amargo que me ha dejado, no ya la derrota, sino el haberme
visto obligado a desviarme de la lucha, puesto que no se me ha tratado con
la necesaria y prudente equidad que me permitiera algún día alzarme con el
triunfo.
Me
acusan de querer compararme con la Bellas Artes por haber transformado a una
ninfa sencilla en deslumbrante diosa. También me vituperan porque digo que
un
aliento divino mueve finalmente mis hilos más allá del raciocinio o de la
fría técnica. Yo he hecho que
Caissa
fuera engendrada no sólo por el violento Ares, sino también por la hermosa
Afrodita, y todos temen por ello mi poder invencible, una perfecta
conjunción: la fuerza y la belleza.
Hoy yo sigo gozando de los favores de la diosa. Y, a pesar
de que ha perdido su fresca y hermosa lozanía con el paso del tiempo, no ha
podido borrar de sus ojos las chispas que un día encendieron las brillantes
combinaciones de los grandes maestros, los ataques más peregrinos y los
violentos y múltiples sacrificios de piezas que fueron inmoladas no por
veleidoso capricho, sino con el arcano fin de hacer de la victoria un acto
admirable, sublime y bello. La diosa, cuando añora estos míticos tiempos,
llora trebejos y poco a poco va derramando una partida inmortal sobre el
tablero.
Ya
queda poco de aquella época romántica en la que una imaginación exuberante y
desbordada estaba por encima de los errores técnicos. La multiplicidad de
variantes y la originalidad de las posibilidades combinatorias eran tan
portentosas, que ante tantos y tan eximios poetas del tablero yo me sentía la
pura encarnación de la poesía.
Es
muy tarde y puedo oír el silencio de la noche interrumpido por los hilos de
lluvia que resbalan por el cristal y rebotan en el alféizar. Afuera sólo hay
oscuridad, siento un escalofrío. Aúlla un perro.
Evoco
con nostalgia aquellos tiempos en que me sentía tremendamente vivo. Yo
arrastraba pasiones y emociones intensas y fui considerado un verdadero
arte. Me dejaban actuar sin ataduras y daba rienda suelta a todas las
posibilidades que yo podía ofrecer: posiciones inverosímiles, ataques
arrolladores, ventajas abrumadoras e ilusorias, gambitos inusitados, épicos
sacrificios o mates fulminantes. Me ponían en manos del azar y luego fuerzas
mágicas obraban el milagro. Hicieron de mí un rito sagrado a la vez que un
espectáculo, me ofrecían siemprevivas y me ornaban con filigranas y
fantasías. Hasta el problema se convirtió en arte. La elegancia, la
originalidad, la sutileza y la riqueza de mis combinaciones eran los más
fieles atributos de mi belleza.
Pero
empezaron a tomar posiciones y fueron descubriendo mi juego.
Aquella belleza
inocente y prístina iba a ser mancillada, y aquel nudo gordiano enmarañado
fue cortado, de pronto, por la terrible espada del orden, del sistema. A los
poetas se les tachó de temerarios, de locos, de seguir con fe ciega unos
caminos que no conducían más que al caos. Había que encontrar el verdadero
camino, el único, el recto, el que condujera al conocimiento profundo de mi
esencia. Había pues que sistematizar el arte, y me querían convertir en
ciencia. Una ciencia con principios y datos, con hipótesis que se pudieran
probar y con reglas que había que generalizar. Y los vates se tornaron
científicos, técnicos, lógicos y matemáticos, y al genio creativo le
sustituyó el dogma con el fin de transformar aquella vieja Antología de
poemas en una Enciclopedia.
Empezaron a estudiarme, a analizar todos mis elementos y sus relaciones y a
sistematizar mi estructura. La imaginación había sido sustituida por la
exactitud y ya nadie se podía apartar de la ortodoxia. Me empecé a sentir un
bicho raro, una rata de laboratorio pues me diseccionaban, estudiaban los
movimientos de mis piezas, observaban mis reacciones, comparaban la mayor o
menor fuerza de mis posiciones y querían, a toda costa, descubrir mis puntos
débiles. Me habían tumbado en la mesa de operaciones para hacerme la
autopsia, como si ya fuera un cadáver.
Con
la excusa de que yo alcanzara una posición sólida y estable
me impedían
moverme libremente. Fue entonces cuando le hice varios desplantes a la
diosa, creo que nunca me lo ha perdonado. Yo antes había tenido siempre el
campo abierto para salir como y cuando quisiera, pero ahora me cerraban las
puertas. Y cuando protestaba por la falta de movimientos, me respondían
diciendo que no era para impedirme a mí la salida, sino para evitar que
otros entraran y me pudieran atacar por sorpresa. Que cuando llegara el
momento decisivo era mejor la lucha sorda desde las trincheras que el
enfrentamiento sangriento a pecho descubierto.
Con
la pérdida de dinamismo fui ganando solidez, era una persona segura de mí
misma, seria, rigurosa y altiva.
Pero me había vuelto un tipo insociable, me
había instalado en una fortaleza inexpugnable y sólo se podían acercar a mí
unos pocos elegidos. Para tratarme había que tener perseverancia y dedicarme
muchas horas de pesados y complicados estudios, y no todo el mundo estaba
dispuesto o tenía capacidad para ello. Había dejado de ser un simple juego y
me había convertido en una ciencia, en una ciencia hermética. Ya no era el
espectáculo que movía pasiones y emociones, era aburrido y técnico. Ya no
buscaba la combinación magistral que exigía arrojo y valentía en aras de la
originalidad y el arte, sino que andaba por caminos trillados queriendo
alcanzar una posición estable que me asegurara no perder. Ya nadie gritaba !Gambito
de Rey!
El
vil metal había hecho acto de presencia en los primeros torneos y
competiciones cuando empecé a frecuentar más asiduamente al Deporte, y ahora
los sacrificios podían costar caro. Muchos se agarraron a las tablas
buscando salvación, pero otros vieron en ellas la causa de mi muerte.
Llegaron a pensar que cuando dominaran por completo mis teorías, podrían ser
invencibles y yo ya no tendría razón de existir.
Enciendo
un cigarrillo y no puedo evitar que una sonrisa aflore a mis labios. El
egocentrismo y la soberbia humanas no tienen límites.
Las
reglas generales se convirtieron en dogmas sagrados y el único camino al que
conducía la técnica se había vuelto estéril. El cientifismo debía morir si
no quería acabar con el objeto de su ciencia. Los mismos que quisieron hacer
de mí un ser perfecto, estuvieron a punto de enterrarme. Yo me sentía
paralizado por los acontecimientos, no encontraba salida, necesitaba un
nuevo soplo que me alentara, que me infundiera nuevos ánimos, que me sacara
de ese estancamiento insoportable y tedioso. Necesitaba ponerme en
movimiento, y fue entonces cuando llamé a la diosa.
Caissa
frecuentaba por aquellos días a un grupo de jóvenes rebeldes y extravagantes
que se oponían a
toda norma impuesta por una sociedad caduca y obsoleta, les
llamaban los hipermodernos. Con el apoyo de estos iconoclastas empecé otra
vez a creer en mí mismo, en mi individualidad de artista y en mis
posibilidades creadoras. Sin abandonar la técnica adquirida,
empecé
a avanzar otra vez, a probar nuevos caminos y a moverme con dinamismo y
nuevas fuerzas. Fueron años de locura y desenfreno, un nuevo romanticismo
pretendía luchar contra todo dogmatismo y nos oponíamos a todo, por sistema.
Pero yo, ante esas dos tendencias contrapuestas, sufría de esquizofrenia.
Tenía que alcanzar el equilibrio, la armonía entre la belleza y la técnica.
Con
el paso del tiempo y la experiencia por fin he logrado unir estos dos
caminos separados, pero la gente sigue viendo en
mí, no me explico por qué, una faceta más destacada que
la otra.
Cada
persona se acercaba a mí buscando algo
distinto y es
que cada uno pretendía haber
encontrado lo que más le placía: el arte, la exactitud, la imaginación, la
técnica, la inventiva, el análisis, la agresividad, el equilibrio, la
inteligencia, la magia, la lógica,
el
humor, el riesgo, y así hasta el infinito. Descubrieron que en el medio
juego caben tanto la ciencia como el arte.
Hombres, hombres,
hombres. Pero.... ¿dónde estaban ellas?
Aquí tenemos a las
campeonas del mundo, tras abrir el primer club la pionera Vera Menchik, para
escándalo y sorna de los jugadores masculinos. Club que no sólo acogió a los
maestros varones por ella derrotados, también recaló allí alguno que logró
ser campeón del mundo, tras ser miembro de tan distinguido club para hombres.
Porque las genias no nacen, se hacen; y la menor de las hermanas, fue
gran maestra/o a los 15 años y se coloca entre los diez mejores jugadores
del mundo.
Pero
"bip, bip, bip" abran paso a la tecnología, me quieren convertir en una
máquina. Ha pasado mucho tiempo desde que Kempelen sorprendió a medio mundo
con su famoso
turco.
Hoy, las palancas, resortes y engranajes se han transformado en chips y en
circuitos impresos; y la trampa y la superchería se tornan en verdad. De
nuevo quieren encerrarme en un autómata y cortarme las alas de la
imaginación. Y así, hoy día proliferan mil y un cachivaches que se adaptan a
las más variadas aptitudes de sus contrincantes, podemos apretar un botón y
empezar a jugar. Me relegan pues, a ser un juego simplón, a ser un tonto
divertimento para que otro tonto pueda pasar el rato. Y me quitan también la
agradable satisfacción de estrechar lazos de amistad con el contrario, de
poder cruzar una mirada u ofrecer un cálido apretón de manos.
El Turco,
construido por el Baron Wolfgang von Kempelen en 1769. / El Egipcio,
construido por Charles Hopper en 1894.
Gonzalo Torres Quevedo
muestra el 2º autómata (1920) a Norbert Weiner. / El
campeón del mundo Garry Kasparov
derrotado por Deep Blue, 1997.
Pretenden dotar a las máquinas de un capacidad de análisis ilimitada para
que puedan vencer a los grandes maestros.
Estos fríos y
calculadores jugadores de silicio podrán alcanzar una técnica perfecta, pero nunca conseguirán ser geniales. Además de memorizar y calcular hay que crear,
sentir, imaginar... y esas son facultades terriblemente humanas. El
ordenador más sofisticado del mundo, acaso un velocísimo
Deep Blue,
jamás podrá componer la Novena,
como tampoco podría haber jugado
la Inmortal.
(Blancas: Adolf Anderssen. Negras: Lionel Kieseritzky, Londres 1851). 1. e4, e5; 2. f4, exf4; 3. Ac4, Dh4+; 4. Rf1, b5; 5. Axb5,
Cf6; 6. Cf3, Dh6; 7. d3, Ch5; 8. Ch4, Dg5; 9. Cf5, c6; 10. g4, Cf6; 11. Rg1,
cxb5; 12. h4, Dg6; 13. h5, Dg5; 14. Df3, Cg8; 15. Axf4, Df6; 16. Cc3, Ac5;
17. Cd5, Dxb2; 18. Ad6, Axg1; 19. e5, Dxa1+; 20. Re2, Ca6; 21. Cxg7+, Rd8;
22. Df6+, Cxf6; 23. Ae7++).
Sin
embargo, visto desde el ángulo del tablero contrario, quizás enfrentarse a
la máquina permita abandonar los vicios del jugador solitario, o hacerlo en
línea convierta el mundo en un inmenso tablero planetario donde enfrentarse
a múltiples contrincantes solidarios. Quizás sea posible,
también, hacer uso de un nuevo tipo de juego postal digital ultrarrápido.
Miro
mi ordenador, ¿acaso sea la causa de mi muerte esa máquina infernal y
destructiva que intenta deshumanizar mi arte? Me mira retador con su gran
ojoboca sin parpadear. Pero no os apuréis, saldré de esta. A fin de cuentas,
puedo desenchufar la máquina cuando me plazca. Y además, no os engañéis, los
autómatas de hoy en día también tienen trampa: dentro de la caja llevan un
jugador escondido en forma de programa. Han vuelto a olvidar que además de
la técnica existe el genio creador.
Me enroco para estirar un poco las
piernas y tres peones y la torre se tambalean. Con cuidado los vuelvo a
colocar en sus escaques.
A lo
largo de mi vida no han faltado necios, y no tan necios, que veían en mí un
juego limitado, que querían reformarme porque les parecía aburrido y caduco.
Y así, quisieron complicarme suprimiendo el enroque, modificando mis piezas
o añadiendo otras nuevas, partiendo de posiciones iniciales anómalas o
agrandando el tablero. Por favor !No me
saquen
de mis casillas!
Los
tableros, de todos los tamaños y medidas, se construyeron con forma redonda, cilíndrica e incluso con tres dimensiones y se colocaban en las posturas más
inverosímiles: en diagonal, en vertical, y hasta de puntillas. Se inventaron
nuevas piezas con la excusa de dar rienda suelta a la creatividad y así
proliferaron ministros, generales, emperadores, cancilleres y todo tipo de
altos cargos. Una caterva de arribistas, cucañistas y trepas se lanzaron al
tablero político. Hasta se ideó una pieza que permanecía inamovible en su
puesto a la que denominaron divinidad. ¡Cielo santo!
Para
preservar especies en peligro de extinción intentaron convertir el tablero
en un zoológico y lo poblaron de elefantes, leones, jirafas, centauros,
camellos, unicornios y otros mamíferos. Todavía no les había llegado el turno
a los insectos. Los muy beligerantes amantes de la técnica militar,
amparándose en los avances técnicos de las armas modernas vieron en la
artillería un poder mucho más destructivo que el de la caballería o la
infantería y así, me dotaron de aviones, submarinos, carros de combate y
misiles de largo alcance. Se podía por fin aniquilar totalmente al
adversario y arrasar por completo el campo de batalla. Incluso quisieron
convertir el tablero en un campo de fútbol y, por primera vez, hubo un
trebejo esférico.
Tablero
para 3 jugadores
Tablero para 4 jugadores
La
mayoría de estas ultramodernas piezas unía los movimientos del caballo con
los de alfiles, torres o damas, pero también se dieron otras muchas
variantes. Algunas piezas iban de un extremo a otro y regresaban a la misma
casilla en un solo movimiento. No habían descubierto que el sueño de la
velocidad produce atascos. Otras eran corredoras, saltadoras o trepadoras.
Con tan fantásticos atletas, el tablero se había convertido en un gimnasio.
La imaginación no tenía límites. Ni vergüenza.
Una reforma muy pueril
y varias veces intentada fue variar la denominación de las piezas para
adecuarlas al sentir de la época y así, al rey se le llamó gobernador, a la
dama general y al modesto peón se le trató de ciudadano. La democracia había
llegado al campo de batalla.
Sigue
lloviendo y una luz que se ha encendido frente a mi ventana me distrae de la
lectura. ¿He utilizado el tono adecuado?
Se ha escrito de mí mucho más que
de don Juan y harto estoy de que me pongan en boca de Prudencios, Pacíficos,
Napoleones, Desiderios, caballeros de Flandes y Perogrullos. Estoy cansado
de ser juez en guerras y en disputas, de decidir casamientos, de salvar a
condenados, de enjaular reyes, de arrebatar almas al diablo, de resolver
enigmas, de fabular partidas reales y de hacer cruces sobre el tablero.
Déjenme hablar a mí sobre mí mismo y déjenme hablar a mi manera.
Sé que se me ha
escapado cierto tono chistoso, pero no deben olvidar que soy un juego, y
tienen que comprender que sea jocoso. Tampoco he podido disimular mis
suspicacias, a veces actúo de forma irreflexiva, y he usado el tono
fanfarrón y belicoso, un tanto arcaico, de las comedias de capa y espada.
Pero soy el señor de la guerra y por naturaleza hago de la lucha mi bandera.
Para ser rápido en responder a un ataque hay que estar siempre a la
defensiva. No me tachéis de fatuo o presuntuosos si a toda costa quiero
medir mis fuerzas, si soy retador, bravucón, perdonavidas. Debajo de esa
máscara rebelde y pendenciera hay un hombre de bien. Mis punzadas no
escuecen, sólo incitan a sostener una pacífica lucha razonable.
Y los
sensatos, los teóricos y los eruditos, los que buscáis en mí a una ciencia
exacta, perdonad si la imaginación, la loca de la casa, se me vuelve a colar
por una puerta falsa. Si he abusado de una prosa cercana a la poesía ha sido
porque recordar mis épocas doradas me llena de nostalgia y de melancolía.
Casi siempre me han achacado un genio épico, medieval, caballeresco y
legendario. Me toman por un anciano venerable. Es natural !Tengo ya tantos
siglos! Pero aún soy joven y estoy vivo y aunque el tiempo me ha hecho
madurar y el ardor y el ímpetu se hallen más contenidos, todavía conservo la
pasión y la energía necesarias para que la hermosa Caissa me siga
cautivando. Y yo, a mi vez, hago a muchos cautivos.
No
utilizo ya un estilo elevado como exigían las rigurosas normas de la épica,
sino un hablar sencillo acorde con los tiempos que vivimos. Pero tened
presente que mi lenguaje no es el de las palabras. Mi lenguaje es más
universal, las frases se construyen con un gesto. Yo levanto una pieza y un
mundo imaginario, una constelación, mil mitos, se levantan de pronto en un
tablero. Y se entabla una guerra y surge un desafío. Se yergue un universo
de héroes, reyes, damas y caballeros. Y dos fuerzas se miden, dos mentes,
dos estilos, dos técnicas distintas, dos mundos enfrentados. Porque mi reino
escapa a los confines de un tablero. Simbolizo la vida y sólo cuando ella
muera, me asestarán el jaque decisivo.
María Jesús Lamarca Lapuente.
(La primera versión de Gambito de rey fue
escrita en Madrid en otoño de 1994. Está en preparación una versión
impresa más amplia).
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