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EL MALVADO CARABEL
por Eduardo Scala
Recuerdo haber jugado más de una partida con Pablo González Pérez,
el Malvado Carabel, como le gustaba llamarse a sí mismo, al
principio de los años sesenta, en los legendarios Billares Callao.
Le rememoro años más tarde, en todo su esplendor, cuando salvó la
vergüenza de los ajedrecistas madrileños venciendo al maestro persa
Ibrahim en la final del Campeonato de Castilla, Torneo celebrado en
el salón de actos del Don Bosco.
Evoco a Pablo, casi pelirrojo, fiel a sus principios, jugando
siempre la apertura Bird, y con las negras, la Defensa Nimzowitch o
Escandinava. Recuerdo a Pablo como temible finalista. También me
viene a la memoria el querido Ricardo Calvo, en Mallorca, hablándome
con admiración del Malvado Carabel.
Cuando me retiré del ajedrez competitivo, 1967, jugué mi último torneo por
equipos en el Torneo de Ferias de San Mateo en Valladolid, que se celebró en
el Edificio Herreriano, hoy convertido en Museo de Arte Contemporáneo. La
selección de Madrid estaba compuesta por el maestro José Sanz, Pablo Gorbea,
Eduardo Scala, Pablo El Malvado Carabel, y Adolfo del Pozo.
Hacía cuarenta años, 40, que no nos veíamos. Cuando en 2007 aparecí por el
Club de Ricardo Lamarca, y lo reconocí, le dije:
“- Pablo, cuarenta años es nada: e4”.
He gozado de su amistad y de su juego durante el último año de su vida.
Repartía caramelos diminutos, potentes, vallecanos, entre mate y mate.
Cuando, en las noches de verano, nos quedábamos solos, cerraba, orgulloso,
con sus llaves del Club, la puerta del “Palacio del Ajedrez”. Luego,
salíamos a tomar algo por los bares de la Puerta del Sol, a hablar del
misterio de la vida, de las mujeres, de la muerte, de lo pobres y ricos que
éramos, y siempre de nuestro amado ajedrez. Celebramos juntos su último
cumpleaños. Le gustaba oír los aires andinos, melancólicos, de los músicos
que tocaban en la puerta de La Mallorquina.“-Éstos tocan con alma”,
repetía. Me hacía gracia su indumentaria irregular, a veces venía al club en
zapatillas de paño a cuadros, que llevaba con su gracia natural. Elías
Querejeta se fijó en su escultural cabeza y, principalmente, en sus
perturbadoras cejas para la película Selefotsifem (Mefistófeles,
en el espejo).
Pablo aprendió el ajedrez en la adolescencia, cuando estudiaba en el
Seminario de la Calle de San Buenaventura, en Las Vistillas, que tuvo que
abandonar a causa de una tuberculosis. Desde entonces fue misionero del
ajedrez, enseñando a cientos de aficionados, algunos de ellos ya maestros.
Pablo, el hombre bueno, el malvado, ha sabido irse como un ángel, sin
molestar a nadie. Ha renunciado a defender su dificultosa posición con “la
elegancia del abandono”, como diría el maestro Sanz.
Este ha sido su último final magistral.
¡Bravo! ¡Aplauso!
Eduardo Scala
Pablo jugando con el Gran Maestro
Díez del Corral (2008), una de sus últimas partidas amistosas.
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